Los carillones de la muerte
Desde hace muchos años que las tormentosas lluvias dejaron de bañar las frías calles del pueblo. Era una soledad infinita que se vivía o que en otras palabras, se repetía. Durante cada nueva revolución que obligaba a los más jóvenes a organizar sus caminos, lejos de la mortal tierra que los vio nacer. Ahora solo pasaban cuerpos viejos corrompidos por la herencia y el desapego, pero también, algunas veces almas jóvenes que criaban malévolos y desgraciados destinos, llenos de dinero con sangre mal vivida.
En esos días partían los camiones llenos de las mercancías frutales que contenían centenares de tesoros escondidos, esos que brillaban como el oro y los diamantes. En uno de los más pequeños, llegó el nuevo oficial de policía que tendrían después de muchos años. Y así de la nada, apareció rechinando una de esas latas viejas de antaño, por suerte, tenía llantas lo suficientemente resistentes como para atravesar esos terrenos pedregosos y arenosos llenos de fango.
—Buenas, señores.—le dijo el hombre a los cargueros que estaban bajando las nuevas mercancías. Cuando se volteó se encontró con un sujeto extraño, llevaba una cachucha y una camisa blanca con pantalón negro ancho, al parecer le quedaba grande. Pero lo que más le extrañó fue el encontrarse con una voz muy peculiar.
—En eso se equivoca señor... puede decirme Petunia.—le contestó la mujer un poco mayor, tenía muchas arrugas, su cabello se veía un poco alborotado y sudado, suponía que era por el esfuerzo de bajar las cajas llenas de fruta.
—Disculpe usted, pero alguien debería ayudarle, si quiere puedo...
—No se preocupe, aquí el que no es fuerte no sirve para mucho, además, siempre lo hago de rutina, me gusta ayudarle a mi sobrino.—sentía un poco de remordimiento, pero en el fondo entendía que no valía la
pena llevarle la contraria.
—Por lo que veo está perdido.—afirmó la mujer mientras se asomaba y acercaba cada vez más al sol.
—Eso... Eso creo.
—Por supuesto, dígame, quién no se pierde en este infierno.
—Por ahora supongo que solo yo, aunque solamente necesito llegar al parque.
—Sí claro, mire, siga derechito, aquí todo es muy central, pero tenga cuidado, no es recomendable que ande solo en este manicomio.
—¿Cómo dice?.—le pregunta a la mujer mientras intentaba cubrirse del sol con la sombra del camión.
—Solo procuré pasar desapercibido y esconderse temprano, ya sabe lo que dicen, «Las malas bocas hablan y matan».
—Sí, lo tendré presente.—después de aquello se despidió y continuó su camino, mientras que la mujer lo miraba con mucho detenimiento. Intentó mantener su cordura firme después de quitarse las gotas de sudor que bajaban por toda su frente. El calor era insoportable en todo aquel pueblo rodeado por arena y carreteras que nunca habían sido pavimentadas, la principal era la mejor y se podría decir que tenía más piedras estorbando que de oro invertido.
Durante un buen rato estuvo conduciendo derecho, las casas eran algo antiguas, sospechaba que no podrían ser diferentes, de colores diversos, muy viejas y algunas abandonadas, no solo por el hecho de estar vacías, sino porque ya nadie estaba presente, solo cuando de ventas o arriendos se trataba.
Lo más peculiar, era que en la entrada de todas las casas había una especie de campana hecha con madera, lo que no entendía era para qué las tenían, desde que había llegado, se había dado cuenta de que nunca podría soplar ni un poco de viento en aquel pueblo desértico.
La soledad era la interminable y fiel compañera con la que vivían. En una que otra casa había negocios pequeños como tiendas con diversidad de productos. Cuando llegó al final de la calle se encontró con cinco personas en el parque central del pueblo, todos hombres y una mujer. Lo que más le aterró fue ver a tres de ellos dando vueltas de un lado para otro.
Se quedaron un rato mirándolo mientras cruzaba con su cacharro viejo, este aún seguía rechinando, «debía arreglarlo algún día», pensó. Dos de los hombres eran gordos y el otro muy flaco, de todas las maneras, tenían pura ropa y cara de vándalos, por supuesto, con sus armas, sus rostros degradados y llenos de mucha maldad.
«Quién sabe cuántos crímenes cargarán en sus hombros», repetían sus pensamientos mientras estacionaba su auto y entraba rápidamente al puesto que tenía el letrero con algunas letras caídas. Mientras leía el anuncio no pudo evitar distraerse, hasta el punto de darse cuenta de que tenía a los tres sujetos detrás de él.
—Así que es el poli nuevo. —le decía uno de ellos, era el que tenía el rostro más amargo y desagradable de los tres hombres.
—Así es.—respondió, pero a pesar de que tenía su mente en blanco quería imaginar aquel lugar como lo que algún día había sido, su hogar.
—No aceptamos a extraños por estos alrededores poli.—le refuta el otro sujeto.
—Yo no necesito permiso.—en eso, comienzan a sacar sus armas, pero un alma vieja aparece detrás de él, como
un ángel para auxiliarlo.
—Trae permiso.—de inmediato se volteó y encontró con un hombre viejo y arrugado, tenía canas y era medio corpulento.
—No nos avisaron de su llegada.
—Ya, verifíquelo.—les alcanzó un papel extraño y lo revisaron de una forma muy meticulosa. El recién llegado se sentía como en una prisión, a punto de recibir algún tipo de aceptación o nueva identidad.
—Así que... Vicente Ortega.—dijo uno de aquellos hombres con mucha risa, después respiró mientras carraspeaba y hacía movimientos extraños con su boca.
—Le faltó el Fernández para cantar rancheras, cántese una hombre...—menciona el otro sujeto con una cicatriz en su rostro oscuro y tostado por el sol, mientras que sus compinches seguían riéndose.
—Hasta hoy llegó su identificación.
—Los jefes deben saber de esto.
—Ya lo saben.—menciona el anciano con mucha seriedad pero en el fondo con un poco de miedo.
—Es mejor que le deje las cosas bien claras, puede que mañana solo sea otro policía muerto.—después se retiran con miradas aplastantes y muy amenazadoras. En el fondo de su estómago, Vicente sentía una especie de furia, pero tenía mucho más temor, siempre había tenido una buena y vulnerable alma.
—Más vale que lo tenga encima amigo, si no quiere terminar con el estómago lleno de plomo.—le respondió el viejo oficial mientras le entregaba los papeles y después entraba con mucho detenimiento. El joven apenas podía reaccionar, pero la impresión no lo bloqueó por completo.
—Eso fue de locos.—mencionó mientras señalaba y entraba detrás del anciano.
—No lo es, así es la vida aquí, debería saberlo, antes de venir siempre hay que estar más que preparado.
—Eso no parece una formación sino una advertencia señor.
—Solo, es mejor que se acostumbre.—llegaron finalmente a un pequeño saloncito en donde había un escritorio, un armario verde y un par de sillas de plástico huecas.
Su vista se encontraba perdida, pero a la vez sabía lo que estaba sucediendo, no podía dar vuelta atrás a lo que tenía hacer. Debía continuar, sobre todo ahora que la vida le ponía enfrente la oportunidad de ejercer algunos años de su profesión y a la vez encontrar la verdad que por tanto tiempo le fue negada.
—Sabe... Quisiera saber más de este pueblo.
—Creí que lo conocía bien.
—¿Por qué lo considera así?.
—La mayoría de la gente a la que envían, nacieron o tienen familiares en estas tierras llevados por la miseria.
—Ellos no se veían tan miserables.
—No en sus lujosas y denigrantes vidas... miserables almas son las que recorren en este lugar.
—Sabe, creo que no quiero morir mañana, ¿señor?...
—Rafael.—toda la tarde se la pasaron organizando documentos viejos, bajando y organizando cajas con expedientes incompletos, llenos de polvo y hasta de manchas o tal vez gotas de llanto. Estuvo un rato observando todo e intentando buscar lo que tanto quería encontrar, pero sabía que aquello, no se encontraba en aquel lugar, ellos no tenían nada que ver con esos negocios oscuros o eso era lo que su madre siempre había supuesto. Después de haber terminado la jornada de lectura se despidió del antiguo comisario.
—Ahora si me voy a reposar y disfrutar mi pensión.
— Que alegría mi comandante.
—En realidad, era un chiste.—en ese momento, se le sobresale un poco una sonrisa que evita su risa.
—No diga eso.
—Solo descansaré en mi sepultura, usted sabe, lo único que recibimos los pueblerinos son flores en nuestro entierro.
—Sabe, a veces pienso que el mejor obsequio es la vida y la compañía.
—Échale ese cuento al estómago hambriento y a la necesidad a ver si los convence.
—No creo que mi idea les gane.
—Gánele mejor al tiempo, a las seis el diablo empieza a hacer de las suyas.
Después de haber conversado con Rafael y haberle enseñado a cerrar la puerta oxidada que se trababa con la pared, intentó evitar golpearla fuerte, sin embargo no prometió no hacerlo los demás días. Durante un buen rato estuvo andando cuesta abajo. Ya casi iban a ser las seis de la tarde, faltaban como quince minutos. Cuando se detuvo en frente de una pequeña casa que llevaba por una reja a unos árboles se quedó sacando rápidamente las cajas de su camioneta. En eso un extraño viento comenzó a soplar. Venía cargado con hojas y mucha mugre que sacudía las calles viejas de aquel olvidado lugar.—Por fin un poco de fresco.—mencionaba mientras se extrañaba de como todos comenzaban a cerrar sus puertas, ventanas y hasta a correr las cortinas, no había ni un alma en aquellas calles. Mientras entraba podía escuchar el sonido melodioso de las campanas de viento que se encontraban fuera de la única pensión del pueblo, su sonido era muy peculiar, como si estuvieran dando alguna especie de anuncio.
Cuando toco el timbre se encontró con una luz escandalosa en la sala mientras la reja se abría con mucho sobresalto. Había una anciana con una trenza y una bata blanca como la leche. Estaba paralizada. Cargaba un velón grande, era como una gran tetera, o eso creía que llevaba en las manos. Estaba frunciendo las cejas, al parecer estaba enojada.—Muchacho, mira la hora, es demasiado tarde.—le decía con mucha impaciencia mientras él intentaba reponerse, en eso entro rápido y se encontró con una especie de guarnición secreta en la que nunca antes había habitado la frescura de la paz y la tranquilidad.
—Me encaminé lo más pronto, hasta ahora son las seis.
—Es muy tarde igual, antes eran dos horas más, ahora a las seis todos deben estar encerrados y abrigados.—le seguía comentando la anciana mientras lo llevaba a su habitación.
—Entiendo.
—No creo que sea de esa forma, pero es mejor que escuches muy bien el carillón de viento.
—¿Cómo?.
—Las campanillas, cada casa tiene una para avisar la hora y...—en eso escuchan un tiroteo afuera.
—Dios santísimo.—grita la mujer agachándose y atrayéndolo más cerca a la puerta.
—¿Qué está sucediendo?.—le pregunta con mucha preocupación.
—Lo de siempre muchacho, esos matones, es mejor que nos acostamos ya.
—Hay que ir...
—Ni se le ocurra joven.
—Soy Vicente.
—Es mejor que se guarde, sospecho que no le contaron muchas cosas de este lugar, usted es demasiado joven para estos sobresaltos tan peligrosos.
—Estoy aquí porque era el más prudente del equipo.
—Ni el más callado puede evitar guardar tantos remordimientos en su vida, es la habitación del fondo del pasillo, aquí le dejo una caja de fósforos, buenas noches.—esa última frase que le dijo lo hizo pensar mucho. Contó las habitaciones, solo había seis. Cerro la puerta y tomo rápido uno de aquellos fósforos mientras caminaba en medio de la oscuridad de su habitación, prendió uno, pero ya las últimas comenzaron a fastidiar, hace tiempo que no necesitaba esas cosas. Igual logró iluminarse con los dos velones que se encontraban en las dos mesas que había. Recargo la caja y su pequeña maleta en una de las mesas, después sacó las pocas mudas de ropa que había echado y sus dos pantalones de pijama. Su cama se sentía muy dura, el colchón era incómodo y estaba muy pegado a las tablas. Mientras se cambiaba no dejaba de dar vueltas, se asomó a la pequeña ventana que había, podía sentir como el aire corría. Aunque quiso correrla, había barrotes que la aseguraban. Al parecer alguien no quería que las abrieran. Solo echó un vistazo mientras seguían disparando quien sabe a donde. Algo le hacía pensar que era la única ventana que no dejaba ver bien hacia la calle. Se despejó un poco y leyó un poco. Después cayó profundo en pensamientos sobre todo lo ocurrido. Su celular no tenía cobertura suficiente, estaba más jodido que nunca, ahora debía escribirle cartas a su familia, en especial a su amada Sandra. Pensar en ella y en su despedida le traía recuerdos muy tristes, ya quería regresar con ellas, pero aún no podía, era una historia que le carcomía el alma a todos, estaba enterrada y ahora él había decidido sacarla a flote, estaba condenándose a la plenitud o al olvido, aún no podía entender ese conflictivo suceso. Aunque nada podía quitarle de su cabeza la decisión tomada, incluso si su vida dependía de ello, hallaría el camino hacia lo que tanto anhelaba encontrar.
...
Al día siguiente se encaminó lo más rápido que pudo. Debía cumplir con sus deberes. Desayuno lo más pronto junto con la anciana y otros vaqueros adultos que estaban listos para ir a trabajar. Se les veía muy bien puestos, aunque temía que todos llevaran esas armas siempre. Pensó un tiempo en llevarlas, pero no le agradaba que temieran a toda hora, igual debía ser así, estaban más olvidados que sus antiguos sombreros de marina. No le agradaba ir al mar, prefería más el cálido y árido mundo terrenal, ahora estaba muy centrado en manejar la espera en un abrir y cerrar de ojos. Se tomó el café con un pan duro, no era lo mejor, pero lleno su infinita hambre. Los otros tomaban aguamiel con barras de pan seco y árido. Se despidió listo para irse a trabajar, pero pensó un momento. Después se decidió a caminar hasta la comisaría, igual era muy temprano todavía, el gallo apenas estaba cantando. Había madrugado lo más habitual que podía reconocer, no le agradaba, cargaba el sueño en sus espaldas pero mucho más en sus ojos entrecerrados. Intentó pensar un instante en su vida hace una semana, no quería hacerlo, no le agradaba mentirle a su madre y menos a su amada. Estaba ahora si entre dos problemas muy frecuentes.
Entro lo más rápido que pudo mientras evitaba las miradas de ahora cinco sujetos armados que se encontraban afuera. Al parecer Rafael no iría ese día, pero era lo mejor. Así quedaría solo y listo para comenzar a revisar los expedientes que tanto anhelaba tener en sus manos, sabía en el fondo que debía buscar más que solo averiguaciones del pasado. Seguía revisando y mirando por la ventana, aún estaban allí rondando el parque con sus miradas torcidas y burlonas, no le agradaba que lo vigilaran, pero sabía que algo tenían que ver con todo lo que estaba sucediendo desde hace muchos años en aquel corrompido lugar.
En un pequeño receso se quedó mirando al horizonte. Veía a lo lejos, en el monte una pequeña iglesia, suponía que era la única que había, igual estaba construida con palos, era una muy pasada alacena que guardaba creencias viejas. Aún seguía preguntándose por qué seguía en aquel lugar, no era lo que suponía su hogar, nunca lo sería. Mientras revisaba se encontró de nuevo con la foto que llevaba en su chaleco. Cuando la sacó detallo en esta a tres jóvenes y una chica, tres de ellos eran sus padres y los demás suponía que serían la clave que lo llevarían a la solución de aquel laberinto en el que se había metido a escondidas. Ese día le escribió una carta a Sandra, la extrañaba demasiado, sentía que su amor llegaría hasta el infinito, sin embargo debía transmitirle su llegada al pueblo y algún gesto de cariño.
San Nicolás, 17 de marzo de 1990
Querida Sandra,
No sabes cuanto estoy sufriendo por la falta de mi corazón al lado del tuyo, pero sabes que será cuestión de días, pronto estaremos juntos de nuevo, mi nuevo cargo es especial, me gusta mucho mi puesto, es algo confortable y a la vez agradable. Oh cuánto desearía estar abrazándote mi amada, pronto serás mi esposa y estaremos por toda la eternidad juntos, ahora y siempre.
Vives en mi corazón y te amo con todas mis fuerzas.
Atentamente,
Vicente Ortega.
Después de dejarla en el correo viejo y oxidado del pueblo se encontró preciso con la mirada de aquel sujeto que pasaba de una esquina a otra con su lujosa camioneta. Eso le parecía lo más extraño de todo. Un carro en aquella inmensa soledad. Siguió derecho hacia su objetivo dejando aquel desconocido en su lujoso estante andante. No le presto mucha atención. Cuando llegó a una de las tiendas se encontró a un hombre sacando de unas jarras que contenían un líquido algunos velones gigantescos. Suponía que era una de esas tiendas que vendía la luz para las casas.
—Buenas, señor, ¿necesita algo?.—le preguntó el hombre, era anciano, muy viejo, tenía los años encima, aunque con ojos azules y bien arreglado, tenía un lunar en
su frente y llevaba ropas algo viejas.
—Buenas... Eh... Yo... Vengo a comprar algunas velas.—respondió mientras se quedaba allí, quieto como si nada. Necesitaba respuestas, por eso había llegado y había presionado en su comando para qué lo asignarán en el pueblo más peligroso del país, iba a averiguarlo fuera como fuera.
—Si claro, siga, tenemos de toda clase.—en eso comienza a caminar por los estantes mirando todos aquellos velones que no le interesaban para nada. De la nada apareció una mujer, también era anciana, llevaba un baldado de ropa sumergido en agua.
—Querido voy a llevar la ropa de la semana.—cuando él se volteó y la miró la mujer se quedó paralizada viéndolo, de la nada dejo caer el baldado con el montón de ropa.—¡Por todos los cielos!... ¡Perdóname!..., ¡Almas benditas del purgatorio!, ¡Dios sálvanos!.—termina diciendo.
—Mujer, pero que te sucede.—le decía el anciano mientras se quedaban paralizados.
—Es el alma del Pedro viejo.—contestó la mujer con
mucha preocupación mientras lo miraba con mucho miedo, susto, remordimiento y algo de lágrimas.
—Ahora te volviste loca.
—Creo que debo irme... Llevaré esas cinco velas.—le dijo, mientras se las empacaba en una bolsa plástica de dulces. La anciana no dejaba de revisarlo por todos los lados y con toda razón.
—No le preste atención a esta vieja loca, mejor vaya arrancando, ya casi va a ser la hora de guardarse.— y así de la nada el joven salió de la tienda con los recuerdos revueltos. En el camino no pudo evitar pensar y repensar todo lo que había vivido. Volvió a sacar la foto con los jóvenes, sabía quién era quién, en el fondo lo sabía, pero debía guardarla un buen rato, sin saberlo estaba cosechando en su propia búsqueda la amenaza de un destino predestinado por la intranquilidad de los que allí vivían. Cuando iba entrando a la residencia se encontró de nuevo chocando con las ráfagas de viento que soplaban, las campanas de todas las casas se estaban moviendo, iban y venían, así como los misterios del pasado que se escondían bajo las piedras que pisaban sus propios zapatos.
Durante la comida estuvo pensando en lo espesa que estaba la sopa, parecía mazamorra de maíz, no le gustaba, pero la balacera que se estaba armando en la calle no ayudaba mucho. Pasaban hombres marchando con sus caballos y una que otra moto, eran esos a los que llamaban los diablos de la noche. Vigilaban que todos estuvieran ocultos en las sombras de sus amenazas. No había otra cosa que hacer, había cerca una pequeña escuela. La anciana le había comentado que estaba un poco olvidada, solo había cuatro estudiantes, desde los sucesos de los días tenebrosos. No le entendió mucho, pero intentaba digerir lo que se comentaba en los pasillos, a veces los vaqueros seguían derecho sin prestar atención, con esos rifles y armas que le dejaban la piel de gallina.
...
Amaneció más rápido de lo normal, ya había pasado casi una semana desde que se había ido de su casa. Suponía que nadie sospechaba que estaba tras la pista de lo que su madre siempre le había ocultado. No entendía por qué no podía conformarse con el padre que ella le había ofrecido, en su alma algo lo impulsaba a continuar escuchando en la noche el sonido de aquellas campanas que aumentaban el miedo de la inocencia y de la bondad. En esos días había tenido casos de asaltos, robos, amenazas y hasta violaciones. Tuvo que salir cientos de veces y alejarse las dobles de estas, estaba perdiendo la cabeza con esa situación, cómo iba a hacer justicia en un cementerio de cuerpos vivientes. La muerte hacía de las suyas cada vez que le daba la gana. El fin de semana tuvo dos asaltos en la comisaría, piedras y palos, ya no podía continuar así, sentía que iba a explotar. Así que con todo el cansancio que su cara dejaba denotar junto con el sudor que bañaba su desesperación se decidió a ir a la iglesia y a dos lugares específicos que sabría que le llevarían a lo que él tanto había estado buscando.
—No investigues más de la cuenta muchacho.—le decía Rafael detrás de él mientras él continuaba husmeando en los documentos viejos que hacían referencia a asesinatos.
—Solo estoy organizando.
—No me creas tan pendejo.—le refuta el anciano comisario, mientras se estiraba y dejaba salir una tos leve. Su mirada estaba fija en sus movimientos.
—Debo estar al tanto de todo lo que sucede.
—Créame es mejor que no.—en ese momento se retira con una mirada seca y tosca mientras sacaba un cigarro y se lo fumaba. Después de esa sorpresiva visita se dispuso a continuar leyendo los expedientes que más le interesaban. La muerte de tres jóvenes hace treinta y cuatro años, lo que más le extrañaba de esa historia era no poder comprender como todo lo que había descubierto no era ni la mínima parte de lo que tanto estaba buscando. No podía creer y aceptar que esos nombres que estaban allí concordaban con lo que en el fondo creía que tenía que ver con la verdad que se aproximaba cada vez más como un torbellino ardiente que no le permitía respirar.
—No entiendo nada.—se decía a cada instante mientras seguía viendo los documentos viejos llenos de polvo y con algunos huecos. Tenían mucho polvo y algunas polillas rondando, pero las espanto de inmediato con un gran soplo. Luego leyó los nombres detenidamente.
—Marcos Sinsarejo.—sabía perfectamente que era uno de aquellos jóvenes que se encontraban en la fotografía. Pero no sabía quién era. El único que tenía foto era el que estaba en la parte derecha, era el más adulto de los cuatro.—Rogelio Escandinava.—dejó salir de la nada mientras seguía mirándolos, algo en aquel asunto le fastidiaba. Sobre todo el hecho de haberles mentido a todos sobre su verdadero paradero, incluyendo las verdaderas intenciones por las que estaba plantado en aquel lugar sin ningún sentido. En aquellos papeles solo decía la fecha de fallecimiento, al parecer por asesinato, pero nada era seguro. En ese lugar nada de lo que sucedía tenía sentido. Estaba tan asustado que no pudo dejar de dar vueltas de un lado para otro, tenía mucho miedo. Después de haber descubierto aquella información no dejaba de estar pendiente a cada instante de todo lo que sucedía, muchas veces se sentía vigilado, esos hombres que rondaban como sombras ambulantes seguían amedrentando y asustando a cada sujeto y ser vivo que rondaba en aquel solitario espacio pedregoso manipulado por escasez de razón en mentes despojadas por la demencia.
La tarde llegó más pronto de lo previsto. Mientras salía a darse un poco de aire se encontró de nuevo con aquellos extraños que andaban con sus armas de un lado para otro. Se sentó un momento en el borde de la pared, pensó durante un buen rato en todo lo que había hecho, quería irse de aquel espantoso agujero sin salida, hacía un calor espantoso, nadie se lo podía soportar. Se quitó rápido el sombrero que llevaba y lo sacudió para echarse un poco de aire. Después de meditarlo se decidió a ir a caminar un rato alrededor del parque para hacer su guardia rutinaria. Se detuvo en frente de la pequeña iglesia de palo e ingresó sin pensarlo. Tenía un olor funesto, como a hierbas, fango y porquería al mismo tiempo. Era católico así que se hizo la señal de la cruz y se sentó en una de las bancas hechas con madera vieja y desgastada. De repente apareció el párroco con sus sotanas y su jarra de plástico, lo observó un rato mientras colocaba el agua bendita en el mesón de la eucaristía. En el fondo había una cruz pequeña y vieja atada con alambres.
—Buen día hijo.—le decía el párroco. Era anciano, tenía ojos verdes y la edad encima, las arrugas resaltan su cansancio.
—Buen día padre.—respondió Vicente.
—Eres nuevo en el pueblo.
—Así es padre.
—Bueno hijo, voy a laborar.
—Padre quiero confesarme.
—Adelante hijo, eso hace mucho rato que no lo hago con ningún hombre, ya sus pecados han consumido a la mayoría... sin embargo, un buen padre siempre espera.
—En eso no lo refuto, pero santo de su devoción no creo que sea nunca.
—No me refiero a eso, pero dígame, qué es lo que tanto lo agobia.
—He mentido padre, a mi comandante, a mi amada, incluso a mi madre.
—Me preocupas con eso, cuéntame.
—Estoy en este pueblo abandonado y hundido en la miseria porque después de mi ascenso como guardia general me enteré de que mi madre me había mentido
durante toda mi vida.—en eso volvió a respirar y dejó salir un largo suspiro mientras se desahogaba lentamente con una nueva preocupación.—El hombre que me crío desde que nací nunca fue mi padre biológico.
—¡Santo Dios!.
—Así es padre, mi madre nunca quiso decirme, pero yo lo descubrí por un rumor que se corrió por el barrio en el que vivíamos, le pregunte e intente hablar con ella, pero siempre se soltaba a llorar, era como un recuerdo tortuoso.
—¿Pero qué sucede?.
—Al principio supuse que nos había abandonado por la obligación a la que se había condenado... después investigué y descubrí que ambos eran de este pueblo, de Aramaico, creo que aquí fue donde nací, pero por alguna razón ella huyó y se escondió en la ciudad... tiempo después aproveche los nuevos puestos y vacantes que se asignaban a las zonas rurales y pueblerinas, cuando escuche del cargo que se ofrecía aquí no dude ni un instante en aceptar.
—Sin embargo, te echaste tu propio suplicio encima.
—Pues si así lo dice, así es... tuve que mentir y decirle a mis padres y a mi amada Sandra sobre mi verdadero paradero, incluyendo el hecho de haber tapado con decisiones laborales las verdades razones por las que me encuentro sentado en este laberinto infernal. —el tiempo lo tomó por sorpresa, ya casi no pensaba en lo que el párroco le decía, solo miraba al infinito y se continuaba repitiendo lo arrepentido que estaba de haber cometido aquellos actos que lo habían llevado a ese destino tan revoltoso. Se encontraba tan abrumado que no podía concentrarse en los versos y sermones reflexivos que le continuaba dando. De la nada comenzó a soplar de nuevo el dios del aviso, como una centinela magnífica surgió luchando contra las arenas que se sacudían en todo el espacio como polvos sancionatorios.
—¡Por Dios!, hijo debes irte ya a tu residencia, ya solo faltan pocos minutos para las seis de la tarde, todos debemos estar guardados... debes pensar muy bien lo que haces.
—Que dice padre.—en ese instante entra una mujer medio adulta con cabello negro alborotado y sudado, era la misma que se había encontrado a la entrada.
—Padre ya vienen.—les decía la mujer con mucha angustia.
—Petunia hija, mira la hora que es... ¿Dónde rayos estabas metida?.
—Padre, acaso usted calla al hambre solo, pues comprándole unas verduritas al Germán Escandinava, usted ya sabe el padre del difunto Rogelio.
—Salva primero nuestra alma señor.—decía el párroco mientras seguía angustiado.
—Así que de nuevo nos encontramos muchacho misterioso.—afirmaba la mujer mientras entraba sudando y casi corriendo a la casita de madera.
—Acaso se conocen.
—Sí padre, fue cuando llegué, la semana pasada.
—Cosas de Dios son los encuentros recurrentes.
—Soy el nuevo comisario señora, dígame Vicente... Vicente Ortega.—le recordó mientras ella y el párroco iban entrando y él revisaba los víveres que ella traía.
—Parece que hoy vienen más temprano padre.
—¿Cómo dices?.
—Según los pocos campesinos y vaqueros que quedan
en las zonas rupestres y áridas de estas tierras llevadas por el calor infernal y los vientos mortales que se aproximan.
—Creo que debo irme.—afirma él con mucha inquietud.
—Acaso estás loco hijo... tú no te vas a ningún lado.
—Cómo dice eso padre, debo ir a la vecindad, me están esperando.
—No escuchaste, los diablos bajan hoy más temprano, Dios no lo quiera, pero es muy peligroso que salgas de aquí.
—Perdone padre, pero aún es muy temprano y tengo que irme a mi hostal, además mientras más miedo les tienen con más razones esas sabandijas atacan.
—Si hijo eso es cierto, pero en la ciudad o en otros pueblos más poblados, aquí ya estamos desterrados al final.
—No diga eso padre, yo voy a ayudarlos... ya no aguanto más esta porquería, Dios perdóname, pero es una injusticia que pisoteen la tranquilidad de todos y que nadie haga nada, absolutamente nada.—después salió lo más pronto posible sin dejar más allí, ahora si algo en ese aire penumbroso le recordaba lo que estaba haciendo, pero cuando tomaba una decisión no había vuelta de regreso, eso no le agradaba mucho, pero intuía que lo llevaría al menos por un camino y no se quedaría allí dando vueltas. Mientras el padre le gritaba este salió corriendo lo más rápido con el arma en las manos. Camino ligeramente como cualquier persona dando pasitos rápidos para no dar papaya, pero igual esas infernales campanas que sonaban en todas las casas lo dejaban sin ganas de apuntar directamente a lo que quería, estas eran su objetivo ahora. En el recorrido se encontró con un sol eterno escondiéndose por entre las montañas áridas y despeinadas que hacían un horror al paisaje. Mientras la sombra de la noche iba cayendo lentamente los últimos rayos del día lo acompañaban en sus bajadas y cruzadas por las aceras de varias casas viejas. Cuando llegó a la esquina que lo iba a dirigir directo a la vecindad logro escuchar a esos horribles, tiros y gritos que se aproximaban.
—¡Mulas de carga!... ¡Yee jah!.—gritaban, el intento caminar más rápido de lo normal. Estaba ahora sí asustado, tal vez podría algún día resolver casos de
asesinatos o desapariciones, pero jamás lograría combatir a un ejército de guerrilleros armados que salían cada día a las seis de la tarde. Caminó muy rápido, tanto que casi se tropieza bajando una escalera de ladrillo que conducía a la casa vieja de al lado, cuando intento abrir la reja con las llaves uno de esos sujetos lo divisó en la esquina. Su ser entero se paralizó, pero no dejo de abrirla.
—Aquí hay uno... jefe... un abandonado... corran que se nos escapa.—el hombre era alto con uniforme verde y algo viejo. Estaba muy lejos, pero se le veía muy sucio con piel morena. Llevaba algo en su cabeza, seguro era un gorro. Cuando la cuadrilla comenzó a correr el ingreso lo más rápido dejando la reja abierta. Se tropezó con la escalera y sacó su arma para echar tiros, pero se arrepintió de hacerlo. Tocó lo más duro que pudo esa puerta hasta dejarla casi en el piso. Cuando la mujer abrió este no pudo evitar empujarla y cerrar de inmediato mientras las balas caían en toda la casa, hasta por las ventanas, todo temblaba, los nervios de la anciana se había desbordado y hasta el piso retumbaba aún mientras los tejados eran invadidos por brujas o gatos arrasadores.
—Usted es un necio... le dije mil veces que esa gente no tiene piedad con nadie...y mírenos ahora tenemos que esperar a que nos maten a todos.—la anciana no esperó ni un instante, casi ni respiraba. Solo descansaba mientras le echaba seguro a todas las puertas, tenía como cientos de candados en toda la casucha.
—Yo...me cogió él tarde hablando con el padre.
—No me interesa lo que estaba haciendo... si tanto se cree policía es mejor que siga las reglas de este pueblucho...no ve que nos puede costar la vida... ruegue a Dios para que no hayan reconocido su cara.
—Ya estaba llegando cuando me asaltaron.
—Por pendejo.—le decía el otro hombre que se asomaba mientras sacudía el polvo de las balas con su viejo sombrero.
—Esto es una locura.
—Si no es capaz de soportarlo es mejor que se vaya... al fin y al cabo ya estamos muertos y las gotas de justicia que quedan no valen nada.
—No estoy aquí solo por la justicia, yo sé que un solo hombre no puede hacer mucho.
—Si no está por vocación o lo que sea, hijo pierdes tu tiempo.
—Mi vida vale más que mi vocación señora.
Entonces lárguese.
—No me voy... esto es un atropello... las cosas no pueden seguir así.
—Hay muchacho, no te busques una muerte pendeja, regrese con su familia y viva porque ni con actos o con palabras va a poder borrar lo lejanos que estamos de ese mundo glorioso en el que muchos viven, esta es nuestra tierra y de aquí no nos vamos hasta el último día.—después de aquella pesada discusión no pudo dormir en toda la noche, pero igual tuvo que hacerlo, había momentos en los que se encontraba con el sonido de esas balas y de esa gente gritando en la calle y le entraban unas ganas inmensas de hacer la maleta e irse... Pero no podía, estaba muy cerca de lograr lo que por mucho tiempo se había negado, necesitaba al menos irse con la verdad y si podía algún día ayudar a esa pobre gente que se encontraba tan amenazada y perdida en esa incertidumbre. Sin embargo sabía que alguien lo había visto y que posiblemente era la nueva ficha que esos desgraciados estaban buscando para completar su macabro juego, ese que vive de pequeñas fachadas, engaños y mentiras, ese que les permite lavarse las manos y continuar haciendo mucho daño a costa de excusas baratas sobre historias antiguas.
...
—No puedo regresar, aún no, desayunaré afuera.—fue lo único que pronunció esa mañana. Se sentía como una máquina dura y fría con intenciones muy altas que cumplir, pero estaría dispuesto a pagar el precio por esa verdad que tanto quería escuchar. Al menos tenía la suerte de tenerla, muchos de sus colegas habían hablado de los abandonos de sus padres de pequeños, sin embargo desaparecer así nada más de la noche a la mañana después de haber nacido o peor de saber que iba a ser padre, eso no tenía ningún sentido. Camino un largo rato. Paso a revisar algunos documentos a la comisaría. De nuevo cuando iba saliendo comenzaron los disparos y los torbellinos de hombres en esas camionetas tirando piedras a todos lados. La desesperación le agobiaba, era como un remolino latente de persecuciones. Siempre fue un hombre que nunca se rendía, pero ahora todo dependía de lo poco que quedaba. Ese día salió rápido a la hora del almuerzo, se dirigió rápidamente a la pequeña tienda que quedaba a unas dos cuadras bajando, hacían un sancocho algo bueno, además necesitaba recargar fuerzas.
—Buenas tardes, ¿les queda almuerzo?.—les preguntó a dos mujeres adultas que se encontraban atendiendo, una era de cabello castaño oscuro y la otra de ojos negros con algunas verrugas.
—Si señor, ya le traigo un plato.—decía una de ellas, según lo que notó pudo observar que las dos eran hermanas, el negocio tenía el apellido, tienda Escandinava. Algo en aquello lo sorprendió, eran los familiares de uno de aquellos muchachos. En su mente repasaba sus nombres...Rogelio, Marcos, Pedro y Manuela. La última era su madre, de eso estaba seguro. Sus nombres estaban escritos por detrás de la foto, sin embargo no podía saber cuál era cuál. Fue lo único que encontró entre los recuerdos de ella, sabía que no debió hacerlo, pero era algo que tenía que cortar ahora mismo si quería descubrirlo tenía que hacerlo él solo.
—Aquí tiene su sancocho bien cargado mi señor.
—Muchas gracias, señora...
—Oliva Escandinava señor comisario, por fin mandaron un alma joven y fuerte a este pueblucho abandonado y solitario.
—Yo creo que será siempre así.
—Aquí no señor... Bueno lo dejo.—en ese momento, se retira y comienza a atender otras mesas que estaban esperando. Probaba cada cucharada, pero a la vez pensaba en cada una de las personas de aquel pueblo, los padres de ellos, pero lo más extraño de aquello era no encontrar ni una gota de sensibilidad. Estaban paralizados o mejor dicho acostumbrados, sospechaba y sabía que se habían pegado a ese entorno tan friolento que para nada tenía que ver con el clima, ese era un caso muy agotador.
—Este calor ya no se lo soporta nadie.—decía un hombre viejo, con canas y muchas arrugas en su rostro, cargaba algunos bultos de verduras y frutas. En eso observa como la mujer se acerca y él coloca los costales en el suelo.
—Ay viejo, eso no se te haga extraño... ¿qué tal la cosecha?.
—Mejor ni preguntes.
—Germán, de nuevo nada.
—Este clima maldito quema los pocos frutos y la tierra está tan tiesa que ya ninguna zona es propicia para sembrar.
—Mejor ven a almorzar, no vaya a darte un yeyo por andar en esas.
—Hoy de nuevo mazamorra.
—Y qué más viejo, si el sancocho es para vender.
—Esta vez seré más negativo que nunca.
—Hay no empiece viejo chocho.—se levanta rápidamente y se acerca a la señora y a su esposo para pagarle el almuerzo, al parecer era el único ese día y un hombre muy bajo que tenían en su mesa muchas cervezas, al parecer se había pasado de tragos.
—Gracias señora, aquí está el dinero de la sopa.
—Y usted quién es, nunca lo había visto.—le dice el hombre mayor con mucha curiosidad.
—Vicente señor, el nuevo comisario.
—Ay muchacho.—exclama y comienza a reírse más que nunca como si hubiera escuchado un chiste.—La justicia en este pueblo está muerta y usted la va a resucitarla, no me haga reír.
—Germán, hombre compórtese que está aquí por algo.
—No moleste mujer y usted muchacho es mejor que se vaya, en este pueblo solo viven muertos.
—Eso intento evitar.
—Pues mucha suerte, porque usted le está echándole su vida a ella.—esas últimas palabras lo hicieron volver a revisar la foto, definitivamente el hombre de la derecha se parecía mucho a aquel anciano, era un poco gordo, de cabello grueso y negro, además sus cejas y ojos se parecían a la señora Escandinava. Entonces solo quedaban los otros dos, eran los que se estaban abrazando a la izquierda, parecían los más unidos, junto a su madre. Cuando llegó a la residencia se encontró con algunos sobres, pero sabía que ninguno de aquellos era de su amada, su general esperaba noticias importantes, debía hacer un informe muy minucioso pero no sabía que escribir, era como una afección particular. Aquella podría ser una buena mentira o una verdad que sería mucho más ignorada, no podía encontrar la diferencia entre lo que hacían y aquella mentira en la que vivían su madre y Sandra, mientras enviaban cartas a un pueblo fantasma. Ya no podía más, no estaría allí más de una semana, estaba preparado para comenzar su propio camino, decidió ahora sí, iba a contar la verdad pero esta vez olvidaría y continuaría. Por un segundo mandaría todo a la mierda.
Aramaico, 1 de abril del 1990
Estimado coronel,
Con respecto a los informes no enviados con anticipación me permito reponer en este documento los hechos concretos y reales que se viven en el pueblo, por supuesto deben ser tratados con mucha discreción y total cautela. Cualquier información sobre la presente pone en riesgo la seguridad de la academia y de ambos.
Es importante tener en cuenta que la situación en el pueblo de Aramaico es preocupante, comenzando por el deterioro y el abandono en el que se encuentran las tierras productoras y la mayoría de las casas. Sin mencionar la alta tasa de criminalidad pero sobre todo el miedo y el dominio que ejercen estos delincuentes en las vidas de los pueblerinos.
En cada una de sus casas tienen unas campanas o carillones de viento, según ellos a las seis de la tarde comienzan los fuertes vendavales y estas les anuncian que deben estar bien guardados. Sin embargo es increíble y malévola la irracionalidad con la que actúan los atacantes, durante varios días han lanzado amenazas y hasta han atracado muchas viviendas, incluyendo la comisaría. Nadie presenta sus denuncias, eso sí los rumores corren y se comentan todos los secuestros y casos terribles por los que pasan.
Para finalizar hago énfasis en la importancia que se le debe prestar a la seguridad y atención del pueblo, incluso la iglesia está cayéndose a pedazos. Es prescindible que esos criminales sean llevados lejos y a una prisión con mucha seguridad para que jamás salgan y paguen por sus crímenes, es la única esperanza que le queda a todos.
Espero con mucha preocupación, nuevas y alentadoras noticias.
Agradeciendo la atención de la presente.
Atentamente,
Vicente Ortega.
Después de haber dejado la carta en las manos del viejo cartero de la antigua oficina postal se resignó a dirigirse directamente a la tienda de velones. Necesitaba que antes de irse todo quedara muy bien dicho y aclarado, sin embargo aún no le alcanzaban los años para tomarles confianza a aquellas personas que tal vez para sus padres fueron amigos del pasado, pero para él eran como estatuas
desconocidas que no lograba comprender. Estaban como perdidos en el tiempo, pero sobre todo en el sonido de esas campanas infernales que pronto sonarían.
—Fastidiosas campanas de viento.—Terminó diciendo en el camino mientras veía pasar al viejo Rafael con su uniforme desgastado y fumándose una pipa, el humo revoloteaba por el viento y dejaba una gran figura diabólica que casi no podía tomar forma.
—Buenas tardes coronel Vicente.
—Buenas sean señor Rafael.—fue lo único que le alcanzó a decir mientras el anciano seguía su camino y él se aventuraban en ese momento preciso, en el que la entrada de la vieja tienda de velas lo acogía con ese aire tosco, incluyendo el olor a polvo que sopló en medio de esa incertidumbre con la que cargaba. El señor se encontraba sacando algunas velas de un balde con agua y poniéndolas encima de una tabla, mientras la señora se encargaba de atender a una mujer que se encontraba observando aquel recinto. Cuando la determinó se dio cuenta de que era conocida.
—Buenos días señor comisario.
—Buenas, señora Sinsarejo.
—Leonor mijo, ese apellido suele agobiarme, pase adelante, aquí puede encontrar cualquier vela, incluso hay más parecidas a las que se llevó aquel día... disculpe por mí actuar de aquel día, es que lo confundí con otras personas.—le respondía mientras continuaba riendo.—Después me di cuenta de que los muertos no vuelven del más allá.
—Muchas gracias, voy a revisar.—mientras él se apartaba un poco podía notar una mirada agobiante en la otra mujer.
—Comisario.
—Doña Petunia.—fue lo único que le dijo después de continuar haciéndose el que veía las dichosas velas. Las mujeres murmuraban chismes peculiares, ahora si estaba acechado por las nuevas noticias.
—Eso parece doña Leonor.
—¡Santo Dios!, pero que vamos a hacer mija si yo estaba acostumbrada a ir todos los días a las cuatro de la mañana a confesarme y hacer la rezadita.
—No creo que se pueda, por lo menos hasta que el padre Jacinto se mejore.
—¿Qué le paso?.
—Esas recaídas por el corazón, ya la vejez no le permite hacer los mismos esfuerzos pero no me escucha.
—No mija, no es solo eso, esta gente nos tiene acabados y esa pobre iglesia se está cayendo a pedazos, yo digo que ustedes deberían solicitar ayuda...
—Cuanta no hemos doña, él ha pasado cientos de cartas para mejorar las condiciones, pero el mismo demonio que sale a las seis los ahuyenta, aceptémoslo, a nadie le interesamos.
—Esos dolores siempre han estado, no se pueden revertir.
—Ay doña, como se me pudo olvidar que mañana cumple años de muerto su difunto hijo, en paz descanse el joven Marcos Sinsarejo y Pedro Alborada...
—Muy jóvenes mi señora, tanto que apenas pudieron conocer tiernas enfermedades y amores trágicos...
—Muy cierto... también... el joven Rogelio Escandinava, tan fuerte sí que era...
—Tú más que nadie Petunia de las nieves deberías saber que yo respeto las almas y deseo que descansen en paz, pero ese hombre fue el causante de esa terrible tragedia y tú y todos lo saben...
—Cálmese, mire que le va a dar algo.—mientras las mujeres más seguían hablando él continuaba inmiscuyéndose, quería saber más sobre lo que estaban recordando, de cierta manera lo llevaría a algún lugar, tenía que hacerlo, permaneciendo un rato hay rondando se decidió a prestar mucha más atención, si era cierto que su hijo conocía a su padre entonces podría estar más que nunca muy cerca a la verdad que le abría las puertas a su escape.
—No quiero... este dolor que llevo desde hace treinta y cuatro años nadie puede calmarlo.
—Es definitivamente una infamia dejar tantas muertes sin justicia.
—Es la vida y se debe aceptar hasta la muerte, así como siempre digo, ya estamos hundidos en el barro.
—Voy a llevar estos velones señora Leonor.—interviene él, en eso ella asiente y se seca un poco las lágrimas que desbordaba por todo su rostro.
—Si mijo ya se las empaco.
—¿Se siente bien?.
—Sí claro, ya sabe solo cosas de viejas.
—Perdóneme si me entrometo pero perder a alguien es muy doloroso y desgarrador.
—Créame no como a un hijo.
—Yo no conocí a mi padre y siempre viví en una mentira, a veces creo que es mejor saber quienes fueron y donde están a no saber nada.—en ese instante, comprendió que la mujer con el sombrero y botas negras que se hacía llamar Petunia lo miraba con mucho recelo, como si lo conociera de algún lado.
—Yo lo conozco.—le afirma con seguridad y a la vez con muchas dudas.
—No creo, hasta ahora vengo a este pueblo.
—Usted se me parece a alguien pero no sé, tal vez es una confusión.
—Eso creo.
—Mañana conmemoramos los treinta y cuatro años de la tragedia de Aramaico, ¿quisiera usted asistir?.
—Sería un honor.
—Mija, pero dígale la hora exacta, parece que mañana van a haber dos entierros, ya sabe de los anónimos de la otra noche.
—Quien sabe de qué tribu fueron arrancados.
—Igual uno era viejo, el otro si era casi un niño.
—No digo nada, pero son muy desgraciados cuando se meten con criaturas inocentes.
—Esos no son ni fenómenos mija...son bestias sin razón y sin corazón.—después de aquello, se despidieron y él salió lo más rápido sin decir palabra alguna. En el camino, se encontró de nuevo con el sol escondiéndose, necesitaba refutarse a cada rato que esos serían sus últimos días en el pueblo y que por lo visto habían valido la pena, pronto recorría los pantanos de esos tan anhelados recuerdos borrosos que se perdían en la inmensidad. No quería ser desagradecido, pero odiaba haber tomado aquella decisión, siendo aun así arrastrado por su conciencia hacía esos caminos desérticos y calurosos que se volvían ventosos y refrescantes. Esas noches pasadas, no hubo tanto disparo en honor a los muertos, pero se escuchaban borrachos y algarabías, muchos gritaban y casi no lo dejaban dormir, sin embargo esa noche después de pensar como diez veces en lo que había escuchado en la tienda se daba cuenta de muchas cosas, sobre todo de la confianza que estaba creciendo, pero del papel que él mismo estaba ejerciendo sin que nadie lo notara, tal vez ese había sido su gran error.
...
—Quien cree en ti señor no morirá para siempre.—en esa caminata de nuevo volvió a perderse en aquellos cuerpos sin vida. No le gustaban los entierros, pero debía estar presente y más si quería llegar al fondo de todo lo que estaba ocurriendo, debía actuar con cautela y como cualquier persona. Cuando llegaron a la iglesia cada pareja de ancianos tuvo que sostenerse para poder ocupar un lugar en aquel reducido cuartucho lleno de tablas viejas y húmedas. Las mujeres se sentaban en las tablas y los hombres se quedaban de pie, muchos afuera o en la puerta. No se acercó mucho pero hizo con respeto los actos de honor.
—No es fácil aún dejar el pasado.—Le decía una voz al lado suyo que se acercaba con mucho determinismo. Era el señor Emilio Sinsarejo. Estaba muy atento pero sobre todo estaba perdido en las permanentes imágenes de su hijo que llegaban y se proyectaban en sus ojos.
—Eso parece que nos encargamos de recordarnos, sin embargo los recuerdos aunque sean una mentira se llevan en el alma, no hay ciencia o evidencias que los definan, son nuestro lado más humano.
—Eso solía pensar mi hijo que en paz descanse.—le menciona mientras que se echaba la señal de la cruz. En eso el padre comenzó la misa, estaba chuchumeco y necesitó de un poco de ayuda para subir a la tarima de madera que perecía con huecos por culpa de las polillas. Era aún muy temprano, casi de madrugada, hasta ahora estaba saliendo el sol pero hacía un clima muy húmedo, eso era muy extraño en ese lugar.
—Vaya, vaya, parece que hoy va a llover.
—Así mismito... como en aquel trágico día.
—Sabe, no quiero ser entrometido pero me gustaría saber qué fue lo que sucedió y por lo que conozco fue el comienzo de lo que aún continúa pasando.
—Lo de siempre, solo que hace veinte años, cuando había una pizca de esperanza.
—Dios escucha y la verdad vive con él.—fue lo que le respondió, el hombre estaba concentrado pero un poco aburrido con las lentas y enfermizas palabras que el cura pronunciaba magistralmente.
—Tiempos aquellos, en los que estas tierras áridas y terrenosas servían de haciendas con centenares de potros, ni se diga de los cultivos, muchos daban sus frutos, mientras que otros morían, vaya y venga, pero las cabras y ovejas daban buenas ganancias...incluso el negocio de la lechería, la crianza de vacas fue durante algún tiempo el negocio al que se dedicó mi hijo y su compinche...el compadre Pedro en paz descanse.—de nuevo volvio algo a su corazón, como una punzada, cada vez que mencionaban esos nombres no podía dejar de pensar en los jóvenes campesinos de aquella foto que le había hurtado a su madre, poder creer que alguno de aquellos hombres era su padre lo hacía temblar pero a la vez sentir un alivio certero antes de marcharse. Esa tarde lo haría, ya había dejado todo muy bien preparado, su vida estaba muy lejos y muy probablemente su progenitor ya se encontraba a tres metros bajo tierra, para que molestar a cadáveres del pasado, solo quería escuchar la verdad, eso era todo.
—Esos muchachos eran como uña y mugre, desde pelaos se creían los dueños del pueblo y como no apreciarlos si eran muy colaboradores, luchadores, incluso se hacían los valientes cuando las campanas comenzaban a sonar, lastima que nunca aprendieron a ser buenos escuchando consejos, tal vez eso les hubiera evitado ese final tan trágico.
—¿Quiénes eran?.—le preguntó con mucha insistencia, debía saberlo.
—Muchachos inquietos que no supieron aprovechar su juventud.—respira hondo dejando salir de nuevo una tos intensa mientras el padre levantaba la hostia y daba la bendición.—Ese Pedro Alborada, mi hijo Marcos Sinsarejo y el desgraciado de Rogelio Escandinava, perdone sí... a y claro, la bella Manuela de Alborada.—al pronunciar aquellas palabras se dio cuenta de que estaba pisando la verdad que por tanto tiempo le habían ocultado. Como podía siquiera no conocer aquel apellido si venía a su cabeza como fragmentos de una vida pasada, algo que no tenía nada que ver consigo mismo, estaba paralizado pensando en aquellos jóvenes que ahora estaban ahí alrededor suyo y no solamente en una vieja foto.
—Ella era la esposa de Pedro.—decía con mucho esfuerzo al pronunciar aquello.
—Si mijo, ahora me retiro, parece que ya van a sacar los ataúdes y hacer la procesión hasta el cementerio, hay que ayudar a cargar.—nuevamente se encontró perdido en aquel verdor del paisaje, rodeado de personas extrañas y desconocidas que pasaban con sus trajes negros empapados en la punta por culpa del fango y la poca brisa que caía del cielo a empantanar el barranco que conducía al cementerio. Las imágenes volvieron, su padre siempre estuvo junto a su madre, ella era hermosa de cabello castaño con dos trenzas y el de piel oscura con una mirada cálida. Caminaron un buen rato, las mujeres iban llorando de manera trágica y penumbrosa. Los hombres llevan con fuerza los ataúdes de madera vieja con la que habían sido bien elaborados. Los rezos eran notables al pasar por la vereda, los pocos rastros de viento que soplaban dejaban refrescar la vista. De la nada cayó una pizca de arena a su ojo, tuvo que hacer un gran esfuerzo para sacarlo pero después logró concentrarse en el camino, una mujer se acercó a él, era ella, doña Petunia de las nieves.
—El camino es largo mi comandante... a la derecha muertos adornados y a la izquierda huecos llenos de cadáveres olvidados.
—¿Cómo dice?.
—Esos criminales llevan a sus víctimas a aquellas fosas, usualmente las suelen cubrir con arena, esos sí que son desagradables zonas que visitar.
Después de aquello se quedó profundamente inquieto mirando aquel sitio tan perturbante y degradante, quién podría creer que allí llevaban a las personas inocentes que no habían alcanzado a esconderse a tiempo después de que las campanas de la muerte comenzaban a sonar, era algo muy detestable, algo en lo que no quería pensar. Necesitaba saberlo, había tantas ideas en su mente que no lo dejaban tranquilo, estaba inquieto, ya no portaba su uniforme como todos los días, vestía de negro como todos. De lejos vio a un hombre inválido llorando, no tenía piernas, al parecer era un pariente de los cuerpos que ahora descansaban en paz. Las lágrimas no eran tan notorias, pero dos ancianas y otra mujer adulta lloraban con mucho dolor y tristeza, pronto llegó a su pecho un dolor intenso, como un hormigueo extraño que no lo dejaba tranquilo.
—Impaciencia.—le dijo de nuevo Emilio mientras llegaba por atrás dejándolo casi desprevenido, venía del brazo con su esposa.
—¿A qué se refiere?.
—Mijo no le preste atención a este viejo loco.—le insistió doña Leonor con mucha desesperación.
—Pero si así paso mija, para que negarlo.
—Ay viejo cansón, cállese mejor, voy a dar mi pésame a la familia.—después ela se retira y se dirige al lado de los familiares.
—¿Qué fue lo que sucedió don Emilio?, me gustaría saberlo, cuénteme.
—Y esa curiosidad tan repentina.
—Al menos conocer la verdad de un caso sería lo poco que podría conocer.
—Tal vez, pero nunca será lo único.—le contestó algo tenso y con una mirada gacha.—Pedro amaba a Manuela, con todo su corazón, hasta se casaron y según escuche tuvieron un hijo... Pero lo que es la vida, quien iba a creer que su mejor amigo lo llevaría a caer en esa trágica y desgraciada escena.—en ese instante, comenzaron a llorar con más intensidad, el ataúd era bajado lentamente hacia el final esperado, el hueco comenzaba a llenarse mientras le tiraban flores por encima. Ese olor a cementerio y a muertos le traía recuerdos, sobre todo cuando el viento soplaba, había olvidado ya la última vez que había estado allí. Después de aquello, se retiró repentinamente con nuevas preguntas en su cabeza, solo que esta vez de alguna manera tenían algo que ver con este, algo tenía que ver él en toda esa historia, se sentó en una de las bancas y acompaño un rato al viejo Emilio mientras reposaba sus músculos tensos en aquellas barandillas oxidadas.
—¿Ella nunca tuvo otro hombre en su vida?.
—Que yo recuerde no, ella solo tenía ojos para el Pedro Alborada.
—¿Cómo se conocieron?.
—Él era un terrateniente que llegó del cerro o quien sabe de donde, era un hombre muy misterioso, malas lenguas decían que venía de parte del cabecilla, pero eso no lo creía de a mucho... manuela por otra parte siempre fue una dama muy humilde y sencilla dedicada a los deberes de la iglesia, el padre Jacinto la adoptó cuando solo era una niña de dos o tres años, desde entonces se dedicó a cuidar y proteger el santuario, hasta llegaron los rumores que las viejas chismosas pasaban a los oídos de mi Leonor de que la muchacha pensaba convertirse en monja... pero vaya usted a saber que conocería al hombre que la llevaría al dolor y al sufrimiento.
—¿Y eso por qué?.
—Porque era el primo lejano de Rogelio Escandinava, Claro por parte de mamá.—al escuchar aquello algo en su estómago rebasó todos los límites, «¿qué carajos estaba haciendo en aquel lugar?» se seguía refutando, si descubren quien era todo ese muro se le caería encima, estaba sometido a la serenidad de su mente y a las ataduras de esos hechos que lo sorprendía cada vez más.
—¿Qué sucedió señor, que fue lo que pasó?.
—Definitivamente la curiosidad mato al gato mijo, pero sí que es una de las historias que más se recuerdan en este pueblo, los jóvenes antes le daban vida al mundo, ahora míralos enterrados en sus propios malos caminos y míranos, padres ancianos y cansados abriendo el hueco de sus propias bendiciones.
—No pretendo entrometerme... igual...
—No lo hace... usted debe saberlo antes de que se vaya.
—¿Cómo sabe que...?
—Todo se sabe hijo mío.—le decía mientras se reía entre dientes.—Pueblo pequeño, infierno grande.
—No diré más.
—Ellos se casaron... el Pedro y la Manuela, sin embargo, antes Rogelio había pretendido a la joven, eso era historia antigua, ese desgraciado siempre estuvo enamorado de la muchacha, para que, pero sus encantos dejaban a los hombres paralizados, pero mucho más a esos dos pendejos que no hacían más que andar detrás de ella, por el contrario Manuelita era una joven de principios, bien educada por el padre y muy devota, siempre se le encontraba rezando o leyendo la santa escritura, ahora que lo pienso aún no logro entender qué fue lo que le vio a ese sinvergüenza del Pedro, bueno, pero algo bueno tuvo que verle.—las personas comenzaban a emigrar como hormigas del sitio después de haber hecho sus plegarias mientras ellos seguían conversando.
—Viejo, vamos pa la casa.—pronunció doña Leonor con mucha preocupación al verlo garlando con aquel aún desconocido oficial.
—Váyase vieja, más tarde la alcanzó.
—Viejo necio quien lo va a llevar.
—Yo lo acompaño doña Leonor, no se preocupe.
—Tengan cuidado y no vayan a llegar tan tarde.—el hombre recién interrumpido solo logró hacer una mueca de achaque y deja salir alguno que otro suspiro rabioso. Mientras se le pasaba intentó levantarse para estirar las piernas y poder ir guardando todo aquel rastro de información.
—Mujeres, siempre sacando a uno más canas que los años pasajeros.
—Aun así, ¿cómo no amarlas o peor como vivir sin ellas?.—eso le recordó a su amada Sandra, era tan hermosa con sus ojos hogareños castaños y su cabello ondulado de color caobo que adornaba su bella figura de los hombros hasta su cintura, siempre la había amado, desde que su madre los había presentado, era la mejor costurera de la ciudad. Les hacía ropa muy elegante y cómoda, su familia poseía ese talento, durante un largo tiempo estuvieron saliendo, desde la escuela hasta su formación en la academia militar, nunca pudo sacarla de su cabeza, era como ese amor que no se podía alejar. La necesitaba en todos los sentidos, siempre que la miraba se quedaba inquieto y perdido en su carácter, en su amabilidad y hasta en su belleza inmediata que sobresalía. Sabía que debía hacer al regresar, ya lo tenía pensado desde algún tiempo, además tenía sus buenos ahorros, quería que al fin fueran marido y mujer, tenía que ser una propuesta muy bien preparada, debía ser así, ella se lo merecía, además ya tenía pensado que ese sería el primer paso que daría hacia el comienzo de su felicidad.
—¿Cómo dice señor?.—le preguntó al pobre viejo que lo estaba llamando desde hace rato.
—¿Qué si usted es casado?.
—Tengo una novia en la ciudad que pronto volveré a ver... espero que acepte mi mano.
—Así que anillo y matrimonio en camino.
—Si señor.
—Mi hijo también se iba a casar con una muchacha buena, gentil y trabajadora... hasta que esa horrible tragedia acabó con su joven vida.—le mencionaba con mucha tristeza, en serio su mirada reflejaba ese desdén, una resignación tan impotente que podía verse reflejada en las flores marchitas o en una vida consumida por el dolor.
—Lo... asesinaron... ellos...—le dijó con algo de miedo mirando de reojo las campanas de viento que había colgadas en el árbol.
—Yo diría que todos, de alguna u otra manera.— las hojas de aquellos árboles comenzaban a secarse y caerse levemente como si ya no lograran respirar, estaban sudando por el tremendo calor que hacía todos los días, pero sobre todo por dentro lo estaban destrozando las suposiciones que necesitaba deshacer.
—¿Cómo...?
—Era diciembre, de la misma forma como siempre hacía un calor insoportable que solo la noche apaciguaba, sin embargo ese día los muchachos se fueron temprano a las veredas, regresaron con una cabra y un pavo para festejar, la cosa estaba bien, todo estaba en tranquilidad, ellos bailaban y una que otra mirada opacaba la fiesta, pero siempre en esas fechas se solía respirar un poco de paz. La noche llegó rápido y todos terminaron borrachos, tirados en el piso y hasta cantando viejas baladas y rancheras, si le digo que hasta quemaron el año viejo con tal felicidad y recocha que todo parecía tan ruidoso, pero a la vez festivo... Lastimosamente no se puede tener nada de eso con felicidad completa.
—¿Qué sucedió?.
—Esa mañana algo fresca y fría, Pedro y Marcos escucharon unos gritos, eran de una mujer, pero yo no estuve allí, ellos siempre salían solos a caminar por la vereda y hacer guardia para ver que los bandidos no se acercaran a hacer daño.
—¿Quién era?.
—La mujer que gritaba los hizo salir corriendo, tanto que se dieron cuenta de que la pobre que gritaba era Manuela... Rogelio Escandinava siempre fue un desgraciado, con el tiempo fue que me di cuenta de todo.
— No entiendo.
—Él la acosaba y la obligaba a hacer cosas que ella no quería.—estaba mucho más confundido que nunca, ¿Pedro acaso era o no su padre?, ¿que estaba sucediendo en aquel lugar?.
—Dice que el hijo que esperaba no era de Pedro.
—Pues muchos suponen que no, porque él se fue un largo rato después del matrimonio, es que como le decía prácticamente salió corriendo y volvió al mes, ese tenía sus cuentos raros por allá en el monte.—ahora sí que no entendía nada, estaba entre esos jóvenes que nunca tuvieron la cabeza fría como para decir o gritar la verdad, esa que lo ahogaba en su propio asombro.
—Solo se sabe que ese día él Pedro descubrió lo que estaba pasando, todos sabían de quién era la criatura, pero en papeles pertenecía al matrimonio.
—¿Qué fue lo que hicieron?.—se repetía a cada instante.
—Un sacrificio, eso fue lo que pasó.—durante unos minutos estuvo a punto de renunciar, salir de allí y largarse de inmediato, pero los potentes rayos de sol que se asomaban le daban cada vez más fuerza para no partir sin saberlo todo, debía saberlo, necesitaba irse con sus ideas claras.
—¿Quién se sacrificó?.
—Mi hijo Marcos, después de ver lo ocurrido se armó la grande cuando entraron al antiguo granero de los Escandinava, Pedro y Rogelio se agarraron a golpes, esos muchachos estaban a punto de matarse ahí mismo, según nos dijeron la pelea fue intensa, llena de sangre... hasta que... Marcos tomó el hacha que estaba cerca y se la enterró por la espalda a Rogelio, eso provocó todo este dolor que ahora pasa por las venas de todos los vivos.
—Así que lo mató.
—Se quedaron allí estáticos esperando, llorando los muy pendejos, hasta que las campanas comenzaron a sonar y el remolino de pandilleros y bandidos los alcanzaron, los acorralaron en toda la calle central.—le seguía contando mientras comenzaban a alejarse de aquel cementerio tormentoso, mientras más lo hacían se acercaban más a las calles.—Y de ahí llegó la pobre mujer hecha lágrimas a la iglesia a contar lo sucedido, destrozada y llorando con algunos moretones en los brazos, en ese instante lo único que se escucharon fueron diez tiros, todos dirigidos a dos personas, las únicas que habían estado allí.—de la nada llegaron a esa calle, donde todo había comenzado, ahora lo entendía más que nunca, la vida le jugaba nuevos trucos, extraños juegos que nunca había logrado comprender, de sus ojos salía una que otra lágrima seca, llena de recuerdos viejos y enterrados.
—Y ella... ¿qué paso con la mujer?.
—Huyó al siguiente día, se marchó, nunca se supo nada de ella, el padre Jacinto la envió muy lejos de este pueblo, nadie podía saber dónde estaba y sí que menos que cargaba un hijo de ese desgraciado de Rogelio
Escandinava.—de nuevo estaba allí flotando en medio de ese pantano que lo hacía invisible, ahora entendía que nunca había sido el hombre que él había creído su padre, había sido un bandido y un sin vergüenza, por eso su madre nunca quiso hablarle, con toda razón tenía que marcharse muy lejos, lo más lejos posible.
—Llegamos mijo, gracias por traerme.
—Debo irme.—en ese instante, lo toma el anciano y lo mira con mucho detenimiento.
—Usted es un buen muchacho, no se condene, lo mejor que puede hacer es guardarse lo que sucede, créame es lo mejor.
—Yo no creo que estén condenados.
—Eso solo lo sabe Dios.
—Si, solo él lo sabe.—fue así como la gente de Aramaico vio por última vez al joven oficial paseando por aquellas calles solitarias, llenas de arena y de muerte. Cada paso que daba era como un anuncio en su mente, unas cuantas preguntas que ahora se habían disuelto, por primera vez ya no pensaba, no quería hacerlo. Lo único que hizo fue recoger sus cosas, ordenar la habitación y despedirse de la anciana, esta le refuto por la hora, pero aún le quedaba tiempo antes de que comenzaran a sonar las campanas. Con un poco de tristeza se despidió y arranco para seguir su camino. Cada casa que pasaba en su cacharro viejo le recordaba una historia que no era suya, pero que había sentido como si siempre hubiera estado allí, no tenía miedo, tampoco quería huir, solo quería alcanzar lo que tanto todos anhelaban tener, eso que al final se definía en nada.
...
—Bájese ahora mismo Vicente Ortega.— le decían unos hombres que se le atravesaron con una camioneta, ya no podía reprimirse, estaba en medio de aquel camino escuchando aquellas voces que le decían una que otra palabra, groserías, lo golpearon y hasta le apuntaban con sus armas.
—¿Qué pasa?... ¡Suéltenme!.
—¡Cállese!... que ya nadie puede ayudarlo.
—¿Qué quieren de mí?.
—Si hubiera tenido esa lengua bien amarrada no estaría en estas.
—No entiendo.
—Sapo desgraciado, esa carta que envió le va a costar la vida pendejo.—de inmediato, lo vuelven a golpear y le colocan un costal en la cabeza. Mientras iba en el camino le seguían refutando y gritando. Algo en sus sienes lo hizo temblar, estaba sudando, rezando, bloqueado y sin poder siquiera respirar, estaba congelado en medio de esa tempestad.
—Déjenme, las campanas aún no habían sonado.
—Nosotros bajamos cuando nos da la gana.
—Yo no he hecho nada, déjenme por favor.
—Mira la gallinita que nos trajimos, mejor tráguese su peor error mijo... haber venido a este pueblo infernal.—de nuevo lo golpean con algo muy fuerte, quedando casi inconsciente sin poder respirar siquiera, estaba en otro mundo repleto de mentiras con las que había vivido toda su vida, en ese instante quería tenerlas de vuelta, las amaba, quería que su vida fuera como antes, había cometido el peor error de todos, haber ido a aquel lugar y había sido la cuerda que lo había condenado a una muerte bien preparada y ahora había caído en la trampa de aquella gente, en el fondo se daba cuenta de que nunca había estado solo, soñó un largo tiempo con su madre, su padre y con Sandra, cuando le habían hecho aquella cena navideña y ella le había regalado un apuesto traje militar. Esa fue la última vez que estuvieron juntos, la última vez que pudo besarla y tenerla en sus brazos. La amaba demasiado como para haberla dejado, como pudo hacerlo, quería salir corriendo de aquella pesadilla, quería estar allí, llegar lo más pronto posible y decirle que la amaba con todo su corazón y con toda su alma, no importaban las circunstancias, nada más importaba. La realidad suele golpear a las personas tan fuerte, hasta el punto de dejarlas fuera, devastadas, con miles de cuchillos en todo su cuerpo, soportando la carga de las ilusiones y del deseo, ahora en medio de aquella fosa en la que se encontraba se daba cuenta de todo lo que había provocado, a penas podía abrir sus ojos, estaba sangrando y adolorido, tenía sus manos atadas con una cuerda.
— ¿Qué... esta... pasando...?.
—Lo que pasa amigo, es que aquí no se perdona a los sapos.—le decía un hombre en la parte de arriba, estaba agachado, a penas podía reconocerlo y ver su sombra, el sol entraba con tal intensidad, estaba seguro de que ya iba a caer la noche porque el cielo estaba cambiando de color.
—Perdóneme por favor, solo quiero irme... por favor... no volveré... lo juro...
—El problema hombre, es que los Escandinava no perdonan, hasta que no consiguen lo que quieren nunca descansan en paz.—esas palabras eran como melodía para sus oídos, era él, era el otro familiar de su padre, el otro desgraciado, lo odiaba con todas sus fuerzas, quería salir corriendo de aquel horrible lugar, pero apenas podía moverse, a sus lados había otras cadenas, pero no veía con claridad.
—Linda compañía no le parece.—le decía el otro hombre con mucha curiosidad, ambos iban con trapos en sus cabezas, eran como máscaras que los cubrían.
—Yo... Solo quiero irme.—les gritaba llorando mientras seguí viendo aquellos cadáveres que resaltaban con la poca luz que quedaba en aquel lugar tan escandaloso, olía a muertos, a sangre y a mucho dolor, muchos engaños, mucha tristeza. Pobres almas en desgracia que habían tenido la mala suerte de haber caído en el lugar equivocado, ahora estaban atrapados por la misma razón o por otras más correctas. En eso se comienzan a escuchar sonidos extraños, eran como tintineos, las campanas comenzaron a sonar, una después de la otra mientras los pocos rastros de la noche caían en medio de aquel penumbroso lugar. Cada vez con más fuerza comenzaban a sonar los escandalosos tubos de madera que se movían de un lado a otro.
—Le llegó la hora amigo.—decía el sujeto de en medio, un hombre gordo, con bigote, con sombrero y ropas vaqueras sucias le apuntaba a su rostro lleno de lágrimas que se negaban a despedirse y huir de aquel lugar.
—No lo haga, por favor, soy hijo de...—el hombre deja salir su primera bala directo al cráneo de aquel pobre hombre inocente y joven. Un perfecto tiro de gracia que había apagado la poca luz que quedaba, las campanas sonaban con tal fuerza que dejaban a cualquiera con mucha angustia y preocupación, el viento que comenzó a soplar era insoportable, los bandidos y asesinos corrían al ver que sus cuerpos eran arrastrados por aquellos vendavales peligrosos y mortales. Mientras quedaba enterrado en una cueva los perdidos deseos de búsqueda que acababan cubiertos por tierra, ahí estaba, ese cuerpo sin vida, abandonado y solitario que se iba de esa tierra después de haber escuchado por última vez el sonar de las campanas, lo único y último que pudo sentir en su cuerpo, el vibrar de cada una de aquellas alarmas, anunciando que la perdición no había llegado cuando un grupo malvado y cruel lo había decidido, sino cuando se había perdido la identidad que cargaba de valor, la verdadera razón de ser y pertenecer, el miedo se había llevado lo que todos conocían. Como evitar lo inevitable, como se puede pedir elegir entre respirar y salvar, en la vida real es una decisión oculta en lo profundo del diario vivir.
...
Las pequeñas sobras que quedaban eran de aquellos desperdicios que a veces se les tiraban a los perros, incluso los huesos eran destrozados lentamente por sus fuertes dientes solo para sobrevivir eran capaces de todo, el hambre solía mover los intereses más cochinos y nefastos. Al día siguiente todos volvieron a recibir tranquilidad, sus pollos y animales no habían sido robados y tampoco los habían dejado por la mitad. Estaban más estancados que antes, desterrados, pero sintiendo aquella vibra de llenar sus vacíos estómagos, las ventas continuaron, la comisaría cerro y la mayoría de la gente se marchó como siempre. Lo sucedido marcaba a cada instante el devenir de una nueva decisión, el miedo, la conciencia, la muerte, siempre era testigo de todo, inclusive de lo culpable que era.
—¿Qué es ese ruido?.—decía el padre Jacinto en su cama a la mujer que se encontraba haciendo curaciones y cubriéndolo con trapos calientes.
—La gente padrecito, se marchan.
—Ay vieja Petunia, eso sí que me alegra.
—¿Cómo dice eso padre?, si ellos pertenecen aquí.
—No, nadie puede vivir de esa manera, es una pesadilla.
—No se preocupe, ahora angustiarse pero por mejorar.
—Fuiste a la postal, ¿me llegó algo?.—la pobre Petunia no sabía ni que decir, el pobre sacerdote había esperado por años un buen doctor o atenciones con respecto a su salud y a la del pueblo, pero las urgencias nunca se escucharon y las amenazas aumentaron cada día, cada hora y cada vez más.
—No llego nada padrecito.—le contestó con mucha tristeza y dolor.—pero llegó una carta que tal vez le interese, es para un muerto.
—¿Cómo dices?.
—Es de una tal Sandra que dizque para Vicente Ortega.
—Es imposible... le contestó el padre con una tos insoportable mientras le insistió para que le acercara la taza, en eso comienza a escupir una saliva mezclada con mucha sangre, ahora sí que se estaba yendo, cada vez más rápido.
—Cálmese, nadie la ha visto, solo yo.
—Léela, ahora mismo, hazlo.
—Ay si, ya voy, aguántese padre.
Aramaico, 5 de abril del 1990
Mi amado y adorado Vicente,
En estas últimas semanas no he recibido cartas tuyas amor mío, pero espero que leas con mucho cariño mis preocupaciones y cuanto te extraña mi corazón. Me preocupé mucho al no recibir noticias tuyas, espero no te enojes pero le pedí a uno de los generales de la academia que te enviara mi carta a ver si era posicionada entre las de mucha urgencia.
Estoy muy emocionada por volverte a ver mi amado, no sabes cuanto te extrañamos aquí en la casa, te he hecho como cinco trajes para que cuando regreses los uses en tus nuevos cargos. Ven pronto, tu madre y yo estamos con el rosario en el pecho pidiendo por tu cambio de puesto, ambas pensamos que viviríamos más tranquilos si estuvieras más cerca de casa y mucho más ahora con las nuevas noticias...
No te angusties o desesperes, son noticias felices y alentadores, ya que es una razón más para adelantar boda mi adorado...
Sé que debí decirte desde hace mucho lo que estaba ocurriendo, pero no quería retenerte, sabía que ese puesto en ese pueblo era importante, además eran simples sospechas que al final terminaron siendo las más felices de las presentes.
Sin más, quiero que sepas que estoy embarazada y que pronto seremos padres, te lo mencione en simples suposiciones en las otras cartas pero ahora estoy más segura que nunca, vuelve pronto quiero que estemos juntos por fin, no sabes como están de felices tus padres. Sé que me contaste lo de tu padre biológico y sospecho que te fuiste por esas razones, pero quiero que vuelvas mi adorado, por favor no lo dudes ni un segundo, este es tu hogar, nosotros lo somos y a nuestro lado siempre estarás a salvo y seguro.
No sabes como estoy de feliz, incluso ya comencé a hacerle sus primeras medias y zapatos, me siento la más feliz de todas, si tú estuvieras a mi lado sería completa, regresa pronto, estaremos esperando con mucha impaciencia...
Te amamos y te queremos demasiado, de aquí hasta el cielo que ambos miramos cada noche, siempre te amaré y no habrá nada que pueda detenernos para estar juntos el día que nos volvamos a encontrar.
Atentamente,
Sandra Cortés.
—¡Santísimo Jesucristo!, esta mujer está esperando un hijo del joven, pobrecita cuando sepa lo sucedido.
—Sufrirá y mucho, solo espero que al menos las mentiras le permitan vivir en paz.
—¿Usted lo cree padrecito Jacinto?.
—Por supuesto, van a hacer lo mismo como lo hicieron con los otros, además ese muchacho nunca me escuchó y
fingió que estaba en otro pueblo, de eso se aprovechan, él les dio su cabeza en bandeja de plata.—le mencionaba mientras volvía a toser con mucha fuerza, la nariz le volvió a sangrar, la mujer lo limpio rápidamente.
—¿Qué hacemos?.
— ¡Quémala!.
—¿Cómo dice?.
—Hazlo hija, es lo mejor, la historia no puede volver a repetirse.
—En serio cree que...
—Es mejor que nadie nunca sepa lo que ocurrió, por esa semilla que viene en camino, hazlo por él.—después de pensar un largo rato la mujer se quedó pensativa mirando aquellas letras, estaba temblando, tenía mucho miedo, el padre tenía razón, debían quedarse las cosas como estaban.
—Sí padre.—así fue como se acercó lentamente a la vela que estaba al lado de la ventana, mientras dejaba que el fuego incinerara para siempre aquel sobre que tenía todas las verdaderas razones por las que valía la pena la mejor de las búsquedas, sin embargo hay veces en las que los rumbos que se toman son tan indecisos y confusos que suelen corromper las almas. Cuando ella se volteó dejó salir de su rostro dos lágrimas que rompieron para siempre su paciencia, el padrecito se había marchado de ese mundo, todos estaban afuera buscando, viviendo, gozando, centrándose en un solo sitio, pero ese era el de ellos, allí habían nacido, venían de ahí y nadie se los negaría, no estaban desterrados, estaban perdidos.
—Descanse en paz.—con cada paso las campanas fueron el único rastro que quedó, la paz corrió por raíces alejadas del tronco, este se marchitó y se pudrió, nunca volvió a ser el mismo, pero al menos las hojas dieron sus frutos y estos después de aquellos. Dejar ir nunca fue fácil, pero el mayor premio de todos fue ser feliz con las personas, no solo en el lugar. «Mientras que recordar sea regresar». Pensaba. Esa siempre sería la razón más fuerte que aplastaría a la maldad opresora, esa que rompía cada día el sonido esclavizante de las cadenas.
***
FIN
Disfruta de la lectura en mi universo de letras.
Y.J. Riveros.
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